El Tour de Flandes y los muros salvajes del ciclismo
Aunque es el monumento más joven de todos, esta clásica belga se ha convertido en una de las clásicas más duras del mundo por sus ascensos en pavé y su clima tempestuoso. Una batalla por sobrevivir.
En esa época el ciclismo era certero, profundo y lento. Y a pesar de las adversidades de los caminos rurales que se convertían en senderos crueles, los tiempos eran felices. Y los corredores querían ir a una competencia que más bien era como una guerra de un día, en algunos casos cruel por la mezcla de recorrido y clima. Y cada año nacían por todo Europa revistas especializadas para contar las hazañas de los hombres que llevaban, como si fuera una banda presidencial, el neumático de repuesto de sus bicicletas, que cruzaban riachuelos, metían sus zapatillas en trayectos fangosos y se ideaban la forma de llegar a la meta sin importar el tiempo que se demoraran.
Por eso a Leon Van de Haute y Karel Van Wijnendaele, directores de la revista Sportwereld, se les ocurrió la idea de realizar una carrera por la región flamenca de Bélgica, que procurara pasar por todas las ciudades de esa zona y reuniera a los mejores ciclistas belgas.
El Tour de Flandes tuvo su primera edición en 1913 con un recorrido de 324 kilómetros, con salida y llegada en Gante. Luego de doce horas de pedalear, el local Pau Deman se quedó con la victoria por delante de Joseph Van Daele y Víctor Doms, los tres mejores de un grupo de 37 que tomaron la partida (se embolsilló 1.100 francos). Deman, que al año siguiente sería espía del ejército de su país en la Primera Guerra Mundial, tuvo más arrojo en el embalaje final y, mientras los demás fueron pacientes y procuraron ser estrategas, él remató sin pensarlo y logró el primero de sus cinco éxitos como profesional. “Fue una crueldad tolerable gracias al pensamiento de triunfar”, dijo Deman en la entrevista que le hicieron para la revista Sportwereld, que se encargó de enaltecer lo que había hecho y con palabras grandilocuentes buscó no solo llamar la atención para que hubiera más participantes en la edición siguiente, sino para que la gente saliera a ver la dura prueba y quizá tener un patrocinio extra.
El ciclismo fue la geografía de Europa, también el alma de las zonas rurales que tenían poca exposición al resto del mundo. Y el Tour de Flandes (en sus comienzos se llamó la De Ronde van Vlaanderen) de a poco se ganó un espacio en el continente y se hizo famoso por los adoquines y los fuertes vientos, que desestabilizaban al más portentoso de los ciclistas, y la lluvia, que hacía todo más complicado. Eso sí, todavía no era tan interesante como la Lieja-Bastoña-Lieja, la decana del ciclismo belga y mundial, o la París-Roubaix, mejor conocida como el Infierno del Norte, ni siquiera como el Giro de Lombardía o la Milán-San Remo, todas estas más antiguas y con mayor prestigio.
Nuevas rutas
En la posguerra, cuando Europa pasó de la frustración a la aceptación y la reconstrucción, los organizadores de la carrera se dieron cuenta de que era necesario hacer modificaciones en el recorrido, para tener no solo más ciclistas sino de mejor categoría. Y para eso hicieron una avanzada con el objetivo de mirar qué subidas había que incluir, cuáles no y bajo qué condiciones. De allí que la carrera haya pasado por Tiegemberg y Kwaremont, adoquinadas ambas y con pendientes del 19 % de promedio de inclinación.
Que Bélgica fuera un país neutral en el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y no opusiera mucha resistencia a la invasión alemana en 1940 (luego de 18 días de combates el ejército de ese país se rindió) ayudó a que el Tour de Flandes no se detuviera durante el conflicto bélico, para dejar anécdotas como la de Karel Kaers, el pedalista que solo participó para entrenar de cara a la París-Roubaix y que, sin darse cuenta, ganó la edición de 1939. Al llegar a la meta, el belga confesó que había puesto un paso desenfrenado sabiendo que más adelante pondría pie en tierra, pero que al no sentir fatiga siguió hasta la meta, donde lo esperaba su entrenador. Por eso el Tour de Flandes comenzó a hacerse grande.
Antes de terminar la guerra (1944), Rik Van Steenbergen, hombre de frente prominente y afable cuando no estaba sobre la bicicleta, se convirtió en el ganador más joven, con 19 años, seis meses y 22 días. Y esas gestas hicieron que fueran apareciendo nombres más distinguidos, y a pesar de cambiar de patrocinador (el diario Het Nieuwsblad compró la revista Sportwereld), la prueba tomó fuerza. Ya no se trataba de una competencia a la que solo iban belgas para prepararse de cara a otras carreras de mayor importancia. Desde ese momento, ganar el Tour de Flandes fue algo casi solemne en el Viejo Continente para pedalistas que ahora solo existen en la imaginación de muchos y en la memoria de pocos, que en sus tiempos intercalaban el deporte con el arar la tierra para cultivar puerros.
No es sencillo triunfar
Son pocos los ganadores de grandes vueltas (Giro, Tour o Vuelta a España) los que se han quedado con la victoria en el Tour de Flandes. De hecho, apenas hay cuatro: el italiano Fiorenzo Magni (1949, 1950 y 1951), el francés Louison Bobet (1955), el belga Eddy Merckx (1969 y 1975) y el italiano Gianni Bugno (1994). Incluso, solo cinco han cruzado la meta siendo campeones del mundo (Bobet, Rik Van Looy, Merckx, Tom Boonen y Peter Sagan), una muestra de que en esta clásica todo es relativo y que los nombres ni los dorsales importan, pues no todos saben qué hacer y cómo hacerlo en subidas en las que una piedra tras otra hacen mover el manillar al punto de que las manos, por buenos que sean los guantes, terminan con ampollas. “A veces uno cierra los ojos y acelera para olvidar por dónde está andando”, dijo Andrey Amador, el primer costarricense en participar (2014).
Antes de cada ascenso (la colina de Koppenberg es una de las más famosas, al igual que el muro de Grammont) hay gritos, codazos, empujones y nerviosismo de un pelotón que pasa por parajes con aficionados a lado y lado. Y sumado a eso están los pinchazos y las averías mecánicas, y los ciclistas grandes que se benefician por sus piernas gruesas, y los pequeños que sufren por no quedar enredados en un lote que se mantiene compacto hasta más no poder. El Tour de Flandes es más que un día de carrera, es la muestra de una región que habla un idioma lleno de consonantes (la Comunidad Flamenca), de una zona en la que el viento del mar del Norte no encuentra oposición a su paso y de laberintos rurales, un lugar en el que todos quieren ganar, pero solo unos pocos pueden hacerlo.
El Espectador